La decisión

El lápiz de labios estaba casi tan reseco como su propia piel; hacía siglos que no lo usaba. Aun así pensó que la ocasión bien merecía el esfuerzo y se aplicó con cuidado, tratando de soslayar los temblores de su mano, el tono de rosa que había usado toda la vida. Olía extraño, como a rancio, pero lejos de molestarle se le ocurrió que resultaba muy apropiado. Después de todo ya nada podía hacerle daño y muy atrás quedaban las alergias de su delicado cutis juvenil.

Él había preparado su ropa la noche anterior para que se oreara. El chaleco y la vieja pajarita estaban ajados por el paso de los años, pero no renunciaría a usarlos en un día como aquel porque siempre habían formado parte de su estilo, de su seña de identidad. Además, ¿quién repara hoy en día en la indumentaria de un par de viejos octogenarios? Menos suerte tuvo con la colonia. Por lo visto se había evaporado y no pudo salvar ni unas gotas para perfumarse.

Carmela y Daniel se encontraron en el salón de su casa a la hora acordada. Tras las puertas entornadas de sus dormitorios dejaron las pastillas, el miedo, los inhaladores, la soledad, el papelito con el teléfono de contacto de su hijo para casos de emergencia, el abandono y la sensación de derrota que les había acompañado en los últimos años. Hoy iban a disfrutar como si no hubiera un mañana, porque no lo habría, a gastar lo que les apeteciera y a decidir por ellos mismos una última vez.

─Estás realmente preciosa, querida. En el restaurante nunca habrán visto una mujer tan hermosa.

─¿Tú crees? ─Carmela seguía siendo una coqueta incurable y acompañó sus palabras de un ligero aletear de pestañas. ─Lo dudo, pero eres un amor por decirlo. Tú también estás muy guapo. ─Daniel llenó su pecho de aire con algún trabajo y evidentes muestras de satisfacción.

─Vamos, el taxi espera. ─Le ofreció galante su brazo al tiempo que palpaba las ampollas de líquido color ámbar que atesoraba en su bolsillo. 

Dejaron su casa sin una mirada atrás, sin cerrar siquiera la puerta; hacía tiempo que no consideraban que hubiese nada de valor que preservar dentro de ella.

Ya nunca volverían, aunque tampoco tenían claro dónde irían a parar sus cuerpos después de aquella tarde. Tampoco es que les importara demasiado.

Julia C. Cambil