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Mostrando entradas de febrero, 2019

La decisión

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El lápiz de labios estaba casi tan reseco como su propia piel; hacía siglos que no lo usaba. Aun así pensó que la ocasión bien merecía el esfuerzo y se aplicó con cuidado, tratando de soslayar los temblores de su mano, el tono de rosa que había usado toda la vida. Olía extraño, como a rancio, pero lejos de molestarle se le ocurrió que resultaba muy apropiado. Después de todo ya nada podía hacerle daño y muy atrás quedaban las alergias de su delicado cutis juvenil. Él había preparado su ropa la noche anterior para que se oreara. El chaleco y la vieja pajarita estaban ajados por el paso de los años, pero no renunciaría a usarlos en un día como aquel porque siempre habían formado parte de su estilo, de su seña de identidad. Además, ¿quién repara hoy en día en la indumentaria de un par de viejos octogenarios? Menos suerte tuvo con la colonia. Por lo visto se había evaporado y no pudo salvar ni unas gotas para perfumarse. Carmela y Daniel se encontraron en el salón de su casa a

Durmiendo sola

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Llevó a cabo el consabido ritual nocturno: puertas y contraventanas bien cerradas, luces apagadas y una última ojeada a la oscuridad más allá del jardín. No era una mujer asustadiza, pero desde que se habían mudado a aquella casa “tranquila” en mitad del campo no se acostumbraba a dormir sola. Hablaría con Andrés acerca de comprar un perro ahora que tenían sitio de sobra. Horas después algo indefinido interrumpió su sueño y con ojos somnolientos entrevió la figura de su marido recortada en el dintel de la puerta; ya había vuelto de trabajar. Le dedicó un saludo con voz pastosa, le preguntó qué tal había ido el turno sin esperar realmente una respuesta y se volvió para dejar libre su lado de la cama. Él la abrazó. Su cuerpo estaba helado y ella, conmovida, se acurrucó más contra él para darle calor. Despertó por segunda vez cuando el aroma familiar del café recién hecho inundó sus fosas nasales. Estaba entrada la mañana y Andrés trajinaba en la cocina.   - ¡Buenos días,

RR

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Se llamaba RRocío, así, con dos erres mayúsculas. Fue un capricho de la madre a quien nadie logró convencer de que tal extravagancia podía marcar a la recién nacida. Y efectivamente así sucedió, porque esa segunda erre rumbosa y excedente que adornaba el nombre de la criatura parecía gobernarla en muchos aspectos.    Siempre tuvo el cabello rojizo y rizado, largo como un río que discurriera por su espalda; la piel rosada y los labios rojos imitaban sin complejo el tono de flores inmaculadas y frutas de lujuria; la mirada era revoltosa, aún sin proponérselo, pareciendo que invitara al juego a todo aquel que se la cruzara; el carácter se le había forjado risueño y agitaba cascabeles en su garganta con sus frecuentes risas; era rápida de pensamiento y lengua, que el no ser instruida nunca le supuso un obstáculo para tal cualidad; las manos, recias y de largos dedos, no tenían rincones, eran todo caricias y generosidad. El cuerpo… bueno, el cuerpo de RRocío era más rollizo que e