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La gran estafa

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  Otra aburrida pero necesaria firma de libros; para mí, que soy extremadamente tímida y que me cuesta tanto relacionarme, es la parte del oficio que peor llevo. Cuando llegó el turno de aquel tipo grande y rubicundo que había esperado más de una hora para poder ponerse ante mí, se quitó el sombrero, comenzó a retorcer el fieltro entre sus manazas y me dijo lo que sin duda había estado ensayando mil veces: “he leído absolutamente todo lo que ha publicado usted, ¡qué mujer tan interesante me resulta y qué vida tan plena debe llevar!”. Estoy segura de que pretendía ser amable, no me cabe duda, pero sentí como si me hubiera abofeteado en plena cara. Seguramente nunca llegaría a conocer el alcance de sus palabras. Salvé su escrutadora mirada como pude, le dediqué una sonrisa sin alma y firmé con pulso tembloroso el ejemplar que me ofrecía.   Traté de no pensar más en aquello, de hacerme la sorda ante la acusación que contenían sus palabras, pero me fue imposible concentrarm

Fuego

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El fuego me conmueve hasta lo más profundo, especialmente hoy que constituye un acto de justicia suprema, una revancha mucho tiempo aplazada, una venganza consciente y alevosa. Supongo que debería sentirme afortunada; tengo lo que todos codician de ella. Eran muchas las especulaciones y es que más de uno se consideraba con derecho a heredarla. Sus tres exmaridos, la cuidadora que fue su sombra luminosa los últimos años de enfermedad, el marchante de arte fiel que dejó a un lado su vida para ser sólo una parte de la de ella, para encumbrarla a lo más alto. Sí, todos tenían esperanzas y ambiciones, pero con la última rúbrica del Notario debieron agachar la cabeza y conformarse: yo y solo yo soy la heredera de su obra. Las llamas han perdido la timidez y ahora devoran ávidamente colores y siluetas, composiciones magistrales, perspectivas que le valieron el calificativo de genio, motivos nunca antes tratados con tanta valentía. Pero nada de eso soy capaz de apreciar mientras

Crónicas desde el encierro (III)

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CRÓNICAS DESDE EL ENCIERRO - NEURAS Deprisa, deprisa. Doblo la esquina del pasillo y enfilo el segundo tramo de la ele. Llego al salón y casi antes de cruzar la puerta ya llevo la mano extendida hacia el picaporte de la vidriera de la terraza. Tengo que salir a un espacio abierto, al silencio, al aire frío y limpio, a la calma de mi propio reflejo en las ventanas del edificio de enfrente. Es este confinamiento que ya me va pesando… y la calefacción. ¡La odio! ―¿Dónde vas tan deprisa? ­―preguntaba las primeras veces, algo espantado, mi marido.   ―Fuera ―respondía yo un poco seca―. No era mi intención ser desagradable, pero en esos momentos lo más importante era y es llegar al exterior cuanto antes. No hay tiempo para explicaciones ni zalamerías.  Ya no me pregunta nada, el pobre, haga lo que haga. Y eso que hago bastantes cosas raras. Las vistas desde mi terraza no es que sean precisamente espectaculares, pero es lo que hay y menos es nada. Justo enfrente está