Crónicas desde el encierro (I)

CRÓNICAS DESDE EL ENCIERRO - REFLEXIÓN

 
Tengo miedo. Tanto miedo por mí y por los míos que a veces, para que no me engulla la serpiente, olvido de qué tengo miedo. Como hace un rato, totalmente inmersa en un juego estúpido que me idiotiza y me ayuda a derrotar al tiempo; como por las noches, cuando al fin consigo dormirme y sueño futuros sencillos pero luminosos. No sé vivir  a lo grande; tampoco soñar a lo grande. A mí me vale así: siempre sueño con los míos, los vivos y los muertos, en escenas cotidianas y tan reales que la vigilia me pilla siempre “en casa”, si es que el corazón tiene casa.

Y no solo temo por el presente, que no es poca cosa, sino por el futuro. Yo acababa de empezar de nuevo, después de una ausencia de veinticinco años, en la ciudad que me vio nacer y que siempre ha corrido por mis venas. Nuevo trabajo, nueva vivienda, nuevas costumbres, nuevas oportunidades; la familia, los amigos y las calles de siempre en mis afectos.  He deseado esta vuelta con tanta intensidad y durante tanto tiempo que antes o después tenía que hacerse realidad. Y había llegado el momento. Pena que ese momento haya sido también el elegido por el coronavirus. Tiene un nombre pegadizo el puñetero, ahora que lo pienso. Todos hemos aprendido a nombrarlo con propiedad, incluso los niños, y, si no fuera porque es ladino y nos deja sin respiración, hasta sonaría bien. 

En fin, que yo había procurado atar bien todos los cabos, hacer a conciencia las cosas para no tropezar al dar un paso tan importante, pero ahora todo está en el aire. No me quejo más que por las molestias, las preocupaciones, las incertidumbres y la mucha energía invertida, pero todo se andará porque no pienso dar media vuelta y volverme por donde he venido. Me quedo con los míos, para que sea lo que vivo igual que lo que sueño, bueno para mi alma. Solo que tendré que pelear un poco más. También me queda una importante lección: en esta vida se pueden hacer planes, pero no lo apuestes todo a que podrás llevarlos a cabo. 

Esta es mi insignificante historia en estos días. 

La del virus, en cambio, es una que no sé aún cómo se escribe ni qué final tiene, pero espero que tras la estela de tristeza y ausencias que va dejando, acabe por aburrir al respetable y pierda el protagonismo de todas las portadas. Parece imposible que eso llegue a pasar, pero hay que ser optimistas y mirar un poco más allá. Con gafas si hace falta. Y si el virus no deja inmunidad, que deje al menos aprendizaje y una versión mucho mejor de nosotros mismos. Así no todo habrán sido pérdidas. 

Entre tanto eso llega me quedo en casa y aplaudo a nuestros muchos héroes desde el balcón cuando dan las ocho de la tarde. Entre ellos están mi marido, dos de mis hermanas y una sobrina, ¿cómo no hacerlo? Después, procuro seguir escribiendo la historia que sueño, pasito a pasito y con la cabezonería necesaria para hacerla realidad.

Julia C. Cambil